El cielo avisaba. Hacía días que daban tormenta para esta semana, pero
el cielo no termina de caer. Son días de esos en los que la electricidad casi
puede herirte al respirar y la vista se quema al mirar las nubes. Es
inevitable: las nubes siempre están ahí.
Daban lluvias, pero nadie hacía caso. Quizá haya algún pequeño reducto
de precavidos que opte por llevar paraguas; yo no soy de esos. Hubo unos pocos
que, derrotados por el martilleo en las sienes, incluso me preguntaron a qué
día estábamos. No supe qué contestar, y me duele reconocer que hace tiempo que perdí
la cuenta. Ahora no llevo reloj, él se perdió en mí hace mucho –supongo que lo
absorbí, como todo- y en los bolsillos sólo resta la arena acostumbrada. Me
apresuré a decir que lo lamentaba, que no podía responderles; pero ya no
estaban allí. Ni siquiera ahora lo están, y todo lo que nace de mí es un lo siento sordo que, pese a languidecer,
retumba en medio de este decadente abrazo de asfalto.
Camino –sólo camino- y todo lo que encuentro sigue siendo parte de esta
sensación de infinitud que reivindica el vacío en el estómago. Entonces me doy
cuenta de que eres tú, y que es tu transformación, tu metamorfosis, la que te
ha convertido en esa cicatriz –tanto más profunda cuanto más hermosa y
necesaria- que atraviesa mis manos hasta congelar mi pulso entre pisada y
pisada. Así los minutos se pierden en una sucesión interminable de vientres
cortados por la mitad y miradas perdidas que solicitan –casi suplican- una
revisión; que piden el ojo de halcón y un último vistazo a la cláusula tercera
del contrato, la que va después de esa que dice no sé qué de la intimidad. Es
inevitable, y también comprensible. Ya lo decía la canción, ¿no? Que a Piscis y Acuarios les toca... Y
todos sabemos dónde vivo yo.
Luchamos –teníamos que hacerlo-, pero supongo que nuestro pequeño
sistema autárquico era insostenible. Puede que sea momento de apuntar que nos
quisimos por encima de nuestras posibilidades o algo por el estilo, no sé; últimamente
se escucha bastante, sobre todo de boca de aquellos que preguntan por la fecha
y conciertan una vista con mi inconclusión. Y yo nunca estuve seguro de ser por completo. Con todo, ahora
repican las campanas y, a pesar del rostro anémico de la luz, puedo escucharlas
con claridad desde esta ventana que se deshace conforme tú y yo acordamos que
no lo haría nunca. Ahora las escucho como no llegué a comprender nunca la
canción que tú ponías una y otra vez, la de quemar la casa como si fuera nuestra
nave antes del combate: la que anunciaba un paso hacia delante irremisible y
atroz.
Qué decir aparte de lo siento,
que siempre fui muy niño y que las palmadas en la espalda me graban esa idea
cada día un poco más adentro, justo donde te guardo a ti. Que pierdo el otoño
en cada suspiro porque se me escapan los trozos vacíos de una voz que ya no
quiere llegar a nadie, que me observan desde las esquinas y murmuran ahí va, el que creyó haber escapado, y
acto seguido se esconden entre bastidores y dejan paso al acto siguiente, que
seguimos siendo tú y yo; tú, yo, y de fondo otra vez esa canción. Todo dentro
de este esperpento que marca las horas de la función hasta que se quema en la
memoria.
Alguien se me acerca con un folleto en la mano. Lo extiende, quiere
que lo coja, que firme, que comparta ese algo
que nos une entre el humo y nos convierte en agradables desconocidos. Lo
lamento –respondo; tan sólo estoy de paso.
El cielo avisaba. Hacía días que daban tormenta para esta semana; y
finalmente llovió. Llovió con la rabia con que tuvo que haberlo hecho desde el
primer minuto; se ve que decidió apretar justo al final y obligarnos a terminar
pidiendo el tiempo. Pero el cielo no termina de caer, aún no escama, y yo sigo
aquí sentado esperando –siempre paciente, eso sí- a que comience a mudar la
piel.
Creo que no me ha comprendido: estoy de paso, nada más.