martes, 16 de octubre de 2012

Relojes


El cielo avisaba. Hacía días que daban tormenta para esta semana, pero el cielo no termina de caer. Son días de esos en los que la electricidad casi puede herirte al respirar y la vista se quema al mirar las nubes. Es inevitable: las nubes siempre están ahí.
Daban lluvias, pero nadie hacía caso. Quizá haya algún pequeño reducto de precavidos que opte por llevar paraguas; yo no soy de esos. Hubo unos pocos que, derrotados por el martilleo en las sienes, incluso me preguntaron a qué día estábamos. No supe qué contestar, y me duele reconocer que hace tiempo que perdí la cuenta. Ahora no llevo reloj, él se perdió en mí hace mucho –supongo que lo absorbí, como todo- y en los bolsillos sólo resta la arena acostumbrada. Me apresuré a decir que lo lamentaba, que no podía responderles; pero ya no estaban allí. Ni siquiera ahora lo están, y todo lo que nace de mí es un lo siento sordo que, pese a languidecer, retumba en medio de este decadente abrazo de asfalto.
Camino –sólo camino- y todo lo que encuentro sigue siendo parte de esta sensación de infinitud que reivindica el vacío en el estómago. Entonces me doy cuenta de que eres tú, y que es tu transformación, tu metamorfosis, la que te ha convertido en esa cicatriz –tanto más profunda cuanto más hermosa y necesaria- que atraviesa mis manos hasta congelar mi pulso entre pisada y pisada. Así los minutos se pierden en una sucesión interminable de vientres cortados por la mitad y miradas perdidas que solicitan –casi suplican- una revisión; que piden el ojo de halcón y un último vistazo a la cláusula tercera del contrato, la que va después de esa que dice no sé qué de la intimidad. Es inevitable, y también comprensible. Ya lo decía la canción, ¿no? Que a Piscis y Acuarios les toca... Y todos sabemos dónde vivo yo.
Luchamos –teníamos que hacerlo-, pero supongo que nuestro pequeño sistema autárquico era insostenible. Puede que sea momento de apuntar que nos quisimos por encima de nuestras posibilidades o algo por el estilo, no sé; últimamente se escucha bastante, sobre todo de boca de aquellos que preguntan por la fecha y conciertan una vista con mi inconclusión. Y yo nunca estuve seguro de ser por completo. Con todo, ahora repican las campanas y, a pesar del rostro anémico de la luz, puedo escucharlas con claridad desde esta ventana que se deshace conforme tú y yo acordamos que no lo haría nunca. Ahora las escucho como no llegué a comprender nunca la canción que tú ponías una y otra vez, la de quemar la casa como si fuera nuestra nave antes del combate: la que anunciaba un paso hacia delante irremisible y atroz.
Qué decir aparte de lo siento, que siempre fui muy niño y que las palmadas en la espalda me graban esa idea cada día un poco más adentro, justo donde te guardo a ti. Que pierdo el otoño en cada suspiro porque se me escapan los trozos vacíos de una voz que ya no quiere llegar a nadie, que me observan desde las esquinas y murmuran ahí va, el que creyó haber escapado, y acto seguido se esconden entre bastidores y dejan paso al acto siguiente, que seguimos siendo tú y yo; tú, yo, y de fondo otra vez esa canción. Todo dentro de este esperpento que marca las horas de la función hasta que se quema en la memoria.
Alguien se me acerca con un folleto en la mano. Lo extiende, quiere que lo coja, que firme, que comparta ese algo que nos une entre el humo y nos convierte en agradables desconocidos. Lo lamento –respondo; tan sólo estoy de paso.
El cielo avisaba. Hacía días que daban tormenta para esta semana; y finalmente llovió. Llovió con la rabia con que tuvo que haberlo hecho desde el primer minuto; se ve que decidió apretar justo al final y obligarnos a terminar pidiendo el tiempo. Pero el cielo no termina de caer, aún no escama, y yo sigo aquí sentado esperando –siempre paciente, eso sí- a que comience a mudar la piel.
Creo que no me ha comprendido: estoy de paso, nada más.

lunes, 8 de octubre de 2012

Veinte


Uno, dos, tres, cuatro. Hace tiempo que los latidos dejaron de serlo para convertirse en martillazos dentro de su pecho. Agazapado tras una roca, envuelto en las frías sombras de la gruta de aquel paso entre montañas, se aferra a los últimos instantes de vida.
Escucha desde allí los alaridos de los combatientes. Siente en su cuerpo el choque entre la valentía metalizada y las virtudes iridiscentes. Respira lentamente, se da el gusto; puede que sea el último. Su mano acaricia el abollado casco y masajea sus gemelos. Pasa las yemas de sus dedos por encima del escudo. Un golpe con el puño, dos, tres. Tiene la coraza y las grebas arañadas y llenas de manchas de sangre, rastros de polvo y muerte que hacen que sus hombros pesen más aún. Pierde la mirada por la oscura garganta de la cueva y se pregunta qué habrá sido de todas aquellas promesas de gloria que se le hicieron – a él y a todos- antes de embarcarse en aquella aventura bélica; promesas de riqueza, de poder, de futuro; de inmortalidad.
Intenta levantarse de nuevo; es imposible. Los golpes de la batalla lo condujeron a aquel pétreo abrigo y no le permiten regresar.
Estira las piernas. La herida de aquella saeta no va a mejor, y la punta de acero sigue en el interior del muslo. Aprieta su pierna con fuerza e intenta que salga. Es inútil, como sabe que es inútil permanecer allí. No hay salvación, no para él. Tampoco la hay para ninguno de los que están peleando.
A sus oídos siguen llegando los aterradores sonidos de la refriega que tiene lugar cerca de donde se esconde, el sonido de los hombres pactando con la muerte, el sonido de ésta segando el campo. Ellos combaten y Ella recoge, ése es el pacto. En su cabeza sólo hay lugar para el recuerdo de los viajes en barco junto a sus compañeros, para la euforia de acercarse a aquellos grandes tableros en los que dispondrían su astucia y su habilidad para hacerse con la victoria, para aquellos banquetes que les prepararon para alentarlos y que vendieran sus almas a los mercenarios del oro y el acero, para las amistades recién forjadas y el amor que con ellas nace. Pero ya nada de eso queda. Todo lo que se encuentra ahora en la cabeza de sus compañeros es el planteamiento de la batalla, las imágenes de las lanzas partidas en el suelo frente a las que se alzan para quitarles la vida, las hojas de las espadas mordisqueadas estrellándose contra el escudo.
Cinco, seis, siete. Las mujeres que ya no volverán a ver a sus maridos y los hijos que no volverán a ver a sus padres lloran en silencio, sin saberlo, dentro de los corazones de los luchadores; rabia uniforme entre la arena, muro que veda el paso del viento.
Se levanta. Aún le duele la pierna, así que utiliza su lanza partida para sujetarse. Se dirige a la entrada de la gruta. No va a permanecer allí tirado por más tiempo, no mientras escucha morir a sus hermanos. Contra el pecho chocan los rayos del sol del atardecer, color arrebol rebosante de muerte a los ojos de los Dioses que lo permiten; que los han olvidado. Otea el horizonte desde su posición, desde allí ve el camino con claridad; aún puede huir. Al otro lado queda la batalla, con aquellos hombres que se retuercen de dolor en sus entrañas al abrigo de las frías armaduras.
La observa con detenimiento. Todos forman parte de aquel incesante latido que se perpetúa en el tiempo: el latido de todos ellos embistiéndose, el latido del corazón de los hombres al pararse. Sí, la batalla es un único latido, y cada uno de ellos es una gota de sangre que se mueve con él, y sus espadas son plumas que, mojadas en ellos mismos, escriben sus historias, sus hazañas y las del mundo.
Ocho, nueve, diez. Deja que le inunde el fragor de la batalla, deja que le envuelva, que entre por sus orificios nasales y le hinche los pulmones; sí, ese era su lugar, y el color del sol ahora es rojo contra su pecho, y la punta de acero de la saeta incrustada en su pierna se ha deshecho en su interior. Ya no hay dolor, sólo un incesante calor dentro de él que le empuja al combate y le impide darse cuenta de la parca que se yergue a su espalda. Las sombras del fondo de la caverna se levantan, forman figuras, pero eso ya no importa. Atrás quedaron los miedos: es hora de regresar.
La parca se le acerca lentamente. Once, doce. Él se despide de su hijo, le pide que sea un hombre fuerte y que sepa honrar a su mujer y a su patria el día de mañana. Trece, catorce. A su esposa le pide que le recuerde, y le dice que la quiere. Son demasiadas las ocasiones en que los mensajeros han llevado tal mensaje a las mujeres de los hombres. Y le pide que cuide de su hijo, que lo asesore como debería hacerlo su padre cuando no regrese. Quince, dieciséis. Y arrostra a la parca. La saluda con una reverencia; no tiene miedo. No hay por qué tenerlo. Se coloca el casco sobre la cabeza, y vuelve a experimentar la sensación de moverse bajo ese campo de visión elíptico. Le da la mano, y el grito rojo del atardecer se vuelve más ensordecedor que nunca. Ya no quedarán más días en los que pueda recibir el favor de los Dioses. Juntos comienzan la marcha de vuelta a la arena, a aceptar el destino caprichoso. Ellos combaten, Ella recoge. Ése es el pacto.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve.