miércoles, 16 de febrero de 2011

Show must go on

Llega tarde, como siempre. Calle General Correas, número veintiocho, segundo “a”. La escucho llegar, aunque ella piensa que no. Soy capaz de escuchar el cuchicheo de sus manos, la espiración melancólica de su cuerpo y la inspiración resignada; pero también la emoción en sus rodillas, los secretos de su cintura, la inquietud de su vientre. Acostumbro a esperar su llegada y a asentir mientras recita las oraciones que la escudan en un atasco de arañazos y mordiscos estropeados mientras subía en el ascensor.

Me pregunto si no le escocerá el rímel corrido sobre las mejillas. Me pregunto por qué la hace tan bella el color del pintalabios desplazado por su cara. Me divierto observando las costuras de sus medias riéndose de mí. Me gustaría saber a quién le hace el amor mientras me asfixia con besos de metal oxidado, a quién dedica sus pasiones mientras yo recojo las migajas de sus descuidos.

Da vueltas por toda la casa apagando las luces de nuestro recuerdo. Pero ya no queda “nuestro recuerdo”. Lo mejor de todo es que no me importa. No haré nada. No haré nada porque me encantan sus mentiras, sus correteos de niños, sus jugueteos al escondite en los rincones de los tiempos muertos. Adoro poder leer la pasión escondida en la punta de su lengua, y que me haga partícipe…. ¡no!, responsable directo de sus fantasías primaverales. Quiero que siga despegando mi piel a tiras con sus palabras impúdicas, con su olor al alcohol más dulce, a ese alcohol de despedidas clandestinas con el refugio de las sombras. Quiero que siga haciéndome sentir ese escozor agradable de la mentira más agria resbalando por mi garganta y hendiendo mi carne, trazando un surco infinito que atraviese mi corazón y le haga desear saber qué se siente al formar parte de sus deseos en sus horas baratas.

No sé qué sería de mi vida sin ese olor a vida ficticia. Podría ser lo que quisiera; mentir se le da fatal. Pero lo convierte en un arte, en una droga para los demás. Convierte su vida, y la de los que comparten escenario con ella, en una novela de amor escondido en donde nadie pueda mirar.

Es una actriz espectacular; ha arrasado en todas las galas y tiene todos los premios a la mejor actriz principal, pero aún hay más, hace de los que la rodean los ganadores de los premios a los mejores actores secundarios. Su vida es un espectáculo de cámaras estropeadas y focos fundidos que, cansados de seguir sus pasos y los bailes de su cuerpo, ya no saben a dónde apuntar. Yo adoro ser el falso espectador que mira la función desde su butaca. Me fascina su despliegue de talento a golpe de falda corta y sonrisas largas. Me enamoran sus aptitudes para la seducción y su afirmación como beata del azar. Soy capaz de volar con banda sonora; mi tiempo es una semicorchea junto a ella mientras que una redonda encarna su estribillo.

Y empieza otra vez. Sale de casa con el disfraz de heroína puesto, dispuesta a salvar las fantasías perdidas de la ciudad, a despertarla de su sueño profundo y a reanimarla con sus impulsos corporales. Enfunda su fuerza en los tacones y se arma de maquillaje para que nada en la función pueda fallar. Y allá va; luces, cámara, acción.

martes, 15 de febrero de 2011

Latidos constipados

Trenes. Trenes que van y que vuelven. Trenes que llevan proyectos de vida caducos a corto plazo que fracasan en su intento de desgajar el pasado. Trenes que conectan estaciones llenas de azulejos en las que los sentimientos decrecen hasta convertirse en granos, en posos en el fondo de alguna taza de café. La idea de bucear entre la grava para el drenaje se vuelve estúpida, y lo único que queda es la indecisión; el no querer subir al tren, ni bajar, ni darnos cuenta de que ya estamos dentro. Es entonces cuando renunciamos a las alas, y olvidamos mirar al cielo.

¿Recuerdas el frío? Sí, me refiero a esa cicatriz incandescente. Hablo del maltrato al carácter níveo de tu piel, de las escamas de aquel personaje menguante. Jamás podré olvidar el pulso de la soledad en las muñecas, ni las partidas de vuelta y media. Quizá me haya enamorado de la necesidad, pero es que aborrezco los labios que prometen coral y he desertado del conflicto de las mañanas de resaca por pasarse con las copas de falsas esperanzas y corazones destilados la noche anterior. Reniego del deslugar, del ruido casi compacto del sueño de las velas apagadas, de las dosis sin hielo de malos tragos. Estoy pensando en comprarme un sombrero para poder perderlo en la autopista del viento, cuando pise el acelerador de la respiración y pueda hacer un corte de manga a algún lunes desabrochado.

Puede que nunca fuera bueno poner condiciones al amor incondicional, pero siempre resultó atractivo ataviar con colores acidulados los paseos bajo el tartamudeo de las persianas.

Olvida los trenes; olvídalos conmigo. Ahora lo que quiero es quedarme con una fila interminable de caricias tácitas que afloren mientras me desvisto con tu mirada y chapoteo en mi necesidad cuando se agrieten las noches de franela; cuando los pulmones estén ya negros de decepción; cuando ya sean tantas taras las que tenga, que mi valor pida limosna en la puerta de las estaciones; cuando ya no queden más paraguas para los berrinches de sístole y diástole.

sábado, 5 de febrero de 2011

"Por las calles voy dejando..."


Lo más divertido que puede haber
es recoger cosas del suelo.

Es andar por una calle que creíste conocer hace vidas, y, a pesar del dorado lánguido en almíbar que se aposta en tu pelo, negarse a beatificar a la soledad con sonrisas y a regalarle rosas al escarmiento. Quizá me pierda y me quede los pasos en casa, guardados en el cajón de los calcetines; pero, al rato, siempre termino encontrándome un cerco de ese sabor tostado a domingo en los bolsillos –aunque los haya que no duden en hacerme llorar. Puede que sea mi obsesión por desmontar bigotes, o por desmembrar las horas del té, pero nunca he podido evitar descabezar las manecillas de esa niebla que cubre los relojes y arropa el pecho de los disfraces de los muertos, de esos que viven al margen de los cruces entre verano e invierno en los choques de avenidas.

Es agradable caminar en llano, porque así las luces no corren ni hacia arriba ni hacia abajo. De vez en cuando puedo agacharme a recoger alguna buena idea para un café, o invitar a los reflejos de los cristales a habitar los castilletes que han pasado de poblar mis ideas a idear mi alrededor. Pueden servirse de ellos para descamisarse, para iniciar una rebelión con los pinceles o beberse la conformidad adulterada con medias de caramelo, con ese mercado de húmedas virtudes que difuminan una amarga benignidad que participa en una competición de bailes hipotecados; que la confunden, que la corrompen, que la embelesan.

Si caminas, puedes manchar de amarillo las paredes de la luna y tirarle huevos a la cara. Pero eso ya es demasiado divertido como para encontrárselo en el suelo a plena luz del día; para eso suelo tener que poner de mi parte.

Lo más divertido y, al mismo tiempo, desconcertante de todo, es el momento en el que la luz se vuelve roja. Entonces, su grito se funde en mi piel y condena a mis inquietudes a picar piedra en la cantera de los sueños despegados. Me destierra por vender ideales a orillas del río. Mis pies se retraen y empiezan a mentir, a hablar de caminos que se pierden por campos color añil y que nunca se terminan, a jugárselo todo en una mano contra mí y conseguir engañarme.

No me importa. No me importa porque sé que volveré mañana. Volveré a caminar en llano, en un domingo en mitad de cualquier lunes, o martes, o miércoles… o domingo, mismo. Y durante mi regreso, iré contando, una vez más, los versos que me he encontrado en suelo, justo sobre tu pecho, y las nubes de color rosa y lila que reclaman su independencia al cielo entre tantos castilletes manchados de amarillo y calcetines encajonados.

Mañana volveré. No hay nada mejor que recoger cosas del suelo, aunque a veces digan que está feo.


martes, 1 de febrero de 2011

Las utopías con hielo.

Y empieza la función;
a los ojos de todo el mundo
se cierra el telón.
Tenemos dos mesas
vacías, para dos;
dos personas,
la luna de amiga,
y un jarrón
que llenar con toda
la arena de los bolsillos
que recogimos mientras
andábamos solos.


Mil y una noches
por delante de vuelta
a escondidas
para curar todos los
ratos llenos de tos,
de cierres de luz,
de miradas perdidas,
de claves de sol,
del frío rojo del invierno,
de pañuelos usados,
de recuerdos.
De reloj.


Se abre el telón:
una silla, una copa
vacía, y un blog
con el que reírnos
del resto del mundo y...
¿qué sé yo?
quizá bebernos las utopías
de dos en dos,
poner verde a los dogmas
que se nos puso,
avanzar con toda la vida
y quemar el cielo,
ponernos ciegos
de la alegría que
se requisó.