viernes, 11 de enero de 2013

Lorca

Conocí a una chica que lanzaba aviones de papel. Hace mucho tiempo, durante mi paso por una de esas ciudades estación que enhebrar con mi vida –supongo que las mejores historias viven siempre en la memoria del demasiado lejos. Ella los hacía cuidadosamente, les cosía las dobleces y zurcía su afilada vanguardia para hendir el aire y su remisa resistencia; la pasividad del día a día. Escribía en sus vientres, los preñaba de dulzura y mensajes destinados a abonar el ninguna parte de los corazones solitarios que se pararan a recogerlos. Cortaba la calle con su pelo, y rodaban sus palabras hechas una madeja de ilusión por todos los rincones que abría cada aterrizaje forzoso.

Se llamaba Lorca –la casualidad siempre es la mejor excusa-, y escogió –o tal vez fui yo- rescatarme a mí de entre tantos otros quizá por ese mismo motivo. El poder del  de repente sucedió y los caprichos del pasaba por allí.

El caso es que, como todo lo que merece la pena de ser contado, este relato también tiene su herida. La suya. La mía. La que pregonaban con su presencia pasajera y su susurro al deslizarse aquellos pequeños aviones que parecían no tener prisa. Lorca nunca sabía adónde los lanzaba –al menos eso decía ella-, de lo que estaba segura es de que llegarían a alguna parte.

A veces dudaba. Dudaba antes de escribir dentro de ellos, dudaba antes de lanzarlos. Recuerdo que sonreía al acompañar su balanceo por el aire con los brazos; nunca dejó de sonreír. Es importante que aún lo siga haciendo.

Por aquel entonces nadie sospechaba que fuera ella la responsable de aquel desfile al atardecer. No sé si a día de hoy lo habrán descubierto. Pasábamos las tardes enteras hablando en la azotea de uno de los edificios adyacentes al Palacio de la Ópera, en la plaza. Hablábamos desde que el cielo explotaba en un montón de promesas de adolescencia color arrebol hasta que la severidad de un cielo oscuro y lleno de estrellas nos mandaba callar. Entonces dejábamos de hablar.

El discurrir de todas las tardes giraba en torno a la misma tendencia narrativa; éramos nosotros, estábamos allí. A decir verdad esto es algo injusto. Realmente era yo quien estaba allí –cómo no, por casualidad- y sólo ella quien era y no dejaría de ser. Y seguía lanzando aviones. Los doblaba, les cosía el futuro en las alas y un mensaje en su interior. Yo le preguntaba que cómo sabía que acertaría con qué escribir, como si realmente tuviera que saberlo. Ella sonreía –siempre sonreía- y susurraba para que yo pudiera escucharla: je n’en sais pas. Pero yo sabía que lo hacía. Yo sabía que acertaba, que sabía exactamente qué contar y qué no. Yo sabía que escuchaba a las hojas de papel que tenía entre las manos, y que ellas le pedían lo que querían que escribiera en su carga.

Recorrían la ciudad desde las alturas observando todas aquellas cabezas peinadas, sombreros, boinas, calvas, tupés y demás desvaríos estilísticos que hacían vida sobre un suelo adoquinado que quedaba demasiado lejos. Antes de conocer a Lorca yo era de los que miraban desde abajo. Los observaba, y con ellos me marchaba yo también; les prestaba el color castaño de todo lo que tengo para que se lo llevaran adondequiera que se dirigiesen. Viéndolos, la vida sólo tenía un motivo: un plan de vuelo. Y como por accidente la encontré a ella también. Fue al salir de una librería pequeña y antigua en el casco viejo. De repente –como siempre- tomé una calle que nunca antes había tomado; me equivoqué. Vi cómo una mujer mayor se agachaba a coger uno de esos aviones del suelo –no podía creer que uno de ellos hubiera tocado tierra. Parecía increíble, como si realmente creyera que alcanzarían algún día el horizonte. Lo desplegó y leyó lo que había escrito en él. No sé qué sería, Lorca nunca me dijo lo que escribía antes de hacerlos despegar, y yo sólo la ayudaba a doblarlos. La señora comenzó a llorar. No un llanto fuerte ni acompañado del ruido de la rabia desgarrando una garganta; no. Fue un llanto quedo, como controlado, tembloroso, templado. Pero poderoso. Cada lágrima que resbalaba por las mejillas tenía tantísima alma, que durante su caída el sol no se atrevía a reflejar su luz sobre ella. No se escuchó nada más, tan sólo un tímido hilo de voz rompió la atención de mi mirada y derrumbó algo en mí que no alcanzo a averiguar: merci.

Entonces la vi. Una escalera –o la vana pretensión de seguir siéndolo a pesar del óxido y los años- escalaba la pared trasera de un antiguo bloque de edificios que luchaba por no caerse ante la tremenda expectación de los viandantes. De su terrado vi nacer el vuelo de uno de aquellos lacrimógenos papeles; nació del balanceo de una mano blanca, casi transparente. Todavía no estoy muy seguro de por qué lo hice, pero subí por la vieja escalera. Allí fue donde la encontré. Lo demás vino porque tenía que venir. Ella me rescató de los paseos sordos de cada mañana, de las dudas del sol a través del cristal, del no importa, ya lo haré; me salvó del aún queda mucho –nunca quedó tanto-, y terminó con el ruido de todo lo demás para llegar con el suyo. Un ruido tibio y de color verde que impuso la calma. Y llegó el silencio.

Así empezó todo, y así siguió. A expensas de lo que el calor de agosto y la vista desde la altura nos permitía averiguar de lo que habría más allá. Recuerdo que le pregunté por lo que leería, tratándose de mí, si yo encontrara uno de esos aviones que ocasionalmente se dejaban caer. Ella volvió a reírse –algo más fuerte que otras veces-, y contestó que yo ya tenía un avión, que ya había aterrizado. Sólo tenía que encontrarlo. Lo busqué, lo busqué hasta la saciedad sin dar con él.

Pasaron los días, y el calendario se fue haciendo viejo. Llegó el momento de marcharse –como en todas las historias que merece la pena contarse-, y lo hizo como las reglas dicen que ha de ser: con una promesa que se desvanecerá con la levedad del vapor del tren y la lentitud de la estación menguando en la lejanía.

Ya ha pasado mucho tiempo, y aún hoy miro hacia arriba –a pesar de estar ya en otro lugar- por si veo caer un avión de papel a mis pies; el mío. Nunca lo encontré. Tampoco he vuelto a encontrar aquel callejón escondido entre las miradas distraídas que, junto con mi memoria, son atronadores voces de un despertador que se esconde en lo más hondo de aquella ciudad.  Y recuerdo estar ahí, en medio de la Place de la Comédie, fascinado por el suave rugir de sus pequeños secretos acunados por el viento. Sobre mi cabeza, el cielo. Bajo mis zapatos, Montpellier. Supongo que las mejores historias viven siempre en la memoria del demasiado lejos, y todo gracias a Lorca. Por aquel entonces nadie sospechaba que fuera ella la responsable de tal desfile al atardecer. No sé si a día de hoy lo habrán descubierto; no volví a verla. De lo que sí me acuerdo es que sonreía, siempre sonreía. Esperemos que aún lo siga haciendo.


Many years have passed
Since those summer days.
Fields of gold - Sting

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La cuenta, por favor


Cuidado con la muñeca, no subas el hombro, relaja el brazo, atento a la afinación. Es algo que nace; instintivo, automático. El movimiento del arco y el reposo de la mano sobre el mástil. Todo se mece por una vibración tan íntima, tan llena de tibieza, que casi se ausenta. Mientras, en el otro lado del mundo, el pulgar se mantiene fijo para que la mano izquierda sigua bailando tan grácil como firme sobre el mástil. La concentración es fundamental, pero hay que conseguir no tener que pensar; debes convertirlo en una parte de ti sin que escueza, sin que pese. Siempre concentrado, eso sí. El problema es que, aunque quiera evitarlo, siempre obvio el signo final de repetición.
A veces hay personas que nos adivinan el invierno. No siempre, por supuesto; pero sí a veces. Dar mi nombre no supondría sino dar pie a una errónea presunción de inocencia, conque me saltaré este trámite que, de cordial, es nauseabundo.
Lo bueno del otoño es su pacto de profundidad y las lluvias que no ceden ante un circo de súplicas inagotables. Ahora es la lluvia la única que me trae tu cuerpo, y yo me contento con tomar falsa parte en el recuerdo de esa tibia marea que se refugia en tu vientre encogido. Pienso en los licores que saben a tu nombre y tiemblo por el fin de existencias, bebo café y lo escupo por si oscurece el suelo y apareces de repente, y arrojo puñados de sal contra las paredes para que seque los planes con los que las revestimos. Pero no dura mucho. Alguien golpea mi espalda pidiendo paso; es el turno del siguiente número. El mío era el siete, y ya se sabe que los números primos no tenemos exceso de divisores. Sólo nosotros. Y sólo el uno.
Sin quererlo, vuelvo a distraerme y a desafinar. Pierdo fuerza con el brazo, dejo de hacer presión y mi chirrido tensa la paciencia del mundo. Aflojo la muñeca y el arco se balancea de un lado al otro sin ningún control. Yo ya no estoy. A veces dejo de estar. A veces demasiado a menudo.
Suelo engañarme. Me prometo que la próxima vez leeré a tiempo el final del compás y haré caso al signo de repetición; es al llegar a él  cuando descubro que me miento.  Mantener esa pretensión en un falso sostenido que se anula con mis defectos me duele y divierte por igual, aunque, para entonces, ya me he marchado; eso siempre pasa.
Y no es cuestión de justificarse. Tú, que no dejas de crecer y superarte(me), no tenías cabida en un modelo de vida como el mío; tránsito interminable entre estaciones secas que no terminan de enterrarme. A lo lejos, entre la niebla, alguien descuelga el cartel de permiso para respirar. El resto tiembla porque sabe que se acerca su momento. Lanzo una ojeada rápida al panel de llegadas y salidas y compruebo que se me vuelve a terminar el saldo. Todos los carteles tiemblan; todos menos uno. Todos menos el que siempre resiste. Todos menos el que siempre me derrota.
Hay sueños que son demasiado pesados y hacen daño al despertar. Algo parecido nos sucedió a nosotros –sin culpables, por supuesto; tan sólo damnificados. Podemos achacarlo a que las ciudades se han quedado roncas de tanto llamarnos, y que sin voz tampoco hay motivos suficientes. Podemos golpear los espejos, reírnos de los males menores y el exceso de puerilidad que ahora nos toca pagar –al contado, como no podía ser de otra manera- y sostener, en un puño cerrado y bien alto, que lo intentamos, que embestimos, que golpeamos hasta caer rendidos ante un futuro caduco y una firma sobre papel cenizo. Podemos hacerlo, y despertar cada mañana blandiendo como estandarte el convencimiento y la emoción que falsamente adulteramos con pequeñas dosis de serenidad hasta que se hizo insoportable. Podemos hacerlo, y agradecer como maná este tiempo en que nos libramos de ser  en conserva. Podemos hacerlo, pero eso es algo que nace; instintivo, automático. Leve como la onda que empuja la espuma recogida en las fibras del arco y se expande tímida sobre tu espalda ahora ausente. Como aquella otra tibia y profunda, rebosante de cuerpo.
Por aquí abajo hay quien pregunta por ti, qué tal te va y ese tipo de cosas. No contestes, ya lo hago yo. A veces les digo que bien, otras invento que tuviste un día algo plomizo –por eso de la credibilidad, ya sabes. Mandan recuerdos. Aún creen que te dejarás caer algún día a saludar. Les digo que se entretengan mientras esperan, entonces finjo sorprenderme con algo de lo que ocupa su tiempo, les animo un poco, les digo que sigan así, que lo hacen genial. Cambio de tema para que se distraigan mientras en la segunda planta calcinan nuestros restos dentro de un paréntesis mal cerrado. En la puerta, reza: Nos quema el invierno. Alguien se ríe mientras lo duda. Yo río mientras me dudo. Y es que nos lo advirtieron mil veces; que el para siempre sería el mayor reproche que se nos podría echar a la cara, y que la inmortalidad es sólo un juego en el que hay que hacer perder para poder ganar. Por eso sólo puede quedar uno.
Cuidado con la muñeca, no subas el hombro, relaja el brazo... tan sólo una letanía que me rescata a veces, cuando la tristeza se vuelve ese absurdo medio de transporte que me conduce inevitablemente a ti. Es entonces cuando lo recuerdo, es entonces cuando empiezo a prepararme. Ahora me olvido de algo distinto. Por mucho que me prepare, esta vez no hay signo de repetición.
Puede que sea hora de borrar sueño al final de la línea.

martes, 16 de octubre de 2012

Relojes


El cielo avisaba. Hacía días que daban tormenta para esta semana, pero el cielo no termina de caer. Son días de esos en los que la electricidad casi puede herirte al respirar y la vista se quema al mirar las nubes. Es inevitable: las nubes siempre están ahí.
Daban lluvias, pero nadie hacía caso. Quizá haya algún pequeño reducto de precavidos que opte por llevar paraguas; yo no soy de esos. Hubo unos pocos que, derrotados por el martilleo en las sienes, incluso me preguntaron a qué día estábamos. No supe qué contestar, y me duele reconocer que hace tiempo que perdí la cuenta. Ahora no llevo reloj, él se perdió en mí hace mucho –supongo que lo absorbí, como todo- y en los bolsillos sólo resta la arena acostumbrada. Me apresuré a decir que lo lamentaba, que no podía responderles; pero ya no estaban allí. Ni siquiera ahora lo están, y todo lo que nace de mí es un lo siento sordo que, pese a languidecer, retumba en medio de este decadente abrazo de asfalto.
Camino –sólo camino- y todo lo que encuentro sigue siendo parte de esta sensación de infinitud que reivindica el vacío en el estómago. Entonces me doy cuenta de que eres tú, y que es tu transformación, tu metamorfosis, la que te ha convertido en esa cicatriz –tanto más profunda cuanto más hermosa y necesaria- que atraviesa mis manos hasta congelar mi pulso entre pisada y pisada. Así los minutos se pierden en una sucesión interminable de vientres cortados por la mitad y miradas perdidas que solicitan –casi suplican- una revisión; que piden el ojo de halcón y un último vistazo a la cláusula tercera del contrato, la que va después de esa que dice no sé qué de la intimidad. Es inevitable, y también comprensible. Ya lo decía la canción, ¿no? Que a Piscis y Acuarios les toca... Y todos sabemos dónde vivo yo.
Luchamos –teníamos que hacerlo-, pero supongo que nuestro pequeño sistema autárquico era insostenible. Puede que sea momento de apuntar que nos quisimos por encima de nuestras posibilidades o algo por el estilo, no sé; últimamente se escucha bastante, sobre todo de boca de aquellos que preguntan por la fecha y conciertan una vista con mi inconclusión. Y yo nunca estuve seguro de ser por completo. Con todo, ahora repican las campanas y, a pesar del rostro anémico de la luz, puedo escucharlas con claridad desde esta ventana que se deshace conforme tú y yo acordamos que no lo haría nunca. Ahora las escucho como no llegué a comprender nunca la canción que tú ponías una y otra vez, la de quemar la casa como si fuera nuestra nave antes del combate: la que anunciaba un paso hacia delante irremisible y atroz.
Qué decir aparte de lo siento, que siempre fui muy niño y que las palmadas en la espalda me graban esa idea cada día un poco más adentro, justo donde te guardo a ti. Que pierdo el otoño en cada suspiro porque se me escapan los trozos vacíos de una voz que ya no quiere llegar a nadie, que me observan desde las esquinas y murmuran ahí va, el que creyó haber escapado, y acto seguido se esconden entre bastidores y dejan paso al acto siguiente, que seguimos siendo tú y yo; tú, yo, y de fondo otra vez esa canción. Todo dentro de este esperpento que marca las horas de la función hasta que se quema en la memoria.
Alguien se me acerca con un folleto en la mano. Lo extiende, quiere que lo coja, que firme, que comparta ese algo que nos une entre el humo y nos convierte en agradables desconocidos. Lo lamento –respondo; tan sólo estoy de paso.
El cielo avisaba. Hacía días que daban tormenta para esta semana; y finalmente llovió. Llovió con la rabia con que tuvo que haberlo hecho desde el primer minuto; se ve que decidió apretar justo al final y obligarnos a terminar pidiendo el tiempo. Pero el cielo no termina de caer, aún no escama, y yo sigo aquí sentado esperando –siempre paciente, eso sí- a que comience a mudar la piel.
Creo que no me ha comprendido: estoy de paso, nada más.

lunes, 8 de octubre de 2012

Veinte


Uno, dos, tres, cuatro. Hace tiempo que los latidos dejaron de serlo para convertirse en martillazos dentro de su pecho. Agazapado tras una roca, envuelto en las frías sombras de la gruta de aquel paso entre montañas, se aferra a los últimos instantes de vida.
Escucha desde allí los alaridos de los combatientes. Siente en su cuerpo el choque entre la valentía metalizada y las virtudes iridiscentes. Respira lentamente, se da el gusto; puede que sea el último. Su mano acaricia el abollado casco y masajea sus gemelos. Pasa las yemas de sus dedos por encima del escudo. Un golpe con el puño, dos, tres. Tiene la coraza y las grebas arañadas y llenas de manchas de sangre, rastros de polvo y muerte que hacen que sus hombros pesen más aún. Pierde la mirada por la oscura garganta de la cueva y se pregunta qué habrá sido de todas aquellas promesas de gloria que se le hicieron – a él y a todos- antes de embarcarse en aquella aventura bélica; promesas de riqueza, de poder, de futuro; de inmortalidad.
Intenta levantarse de nuevo; es imposible. Los golpes de la batalla lo condujeron a aquel pétreo abrigo y no le permiten regresar.
Estira las piernas. La herida de aquella saeta no va a mejor, y la punta de acero sigue en el interior del muslo. Aprieta su pierna con fuerza e intenta que salga. Es inútil, como sabe que es inútil permanecer allí. No hay salvación, no para él. Tampoco la hay para ninguno de los que están peleando.
A sus oídos siguen llegando los aterradores sonidos de la refriega que tiene lugar cerca de donde se esconde, el sonido de los hombres pactando con la muerte, el sonido de ésta segando el campo. Ellos combaten y Ella recoge, ése es el pacto. En su cabeza sólo hay lugar para el recuerdo de los viajes en barco junto a sus compañeros, para la euforia de acercarse a aquellos grandes tableros en los que dispondrían su astucia y su habilidad para hacerse con la victoria, para aquellos banquetes que les prepararon para alentarlos y que vendieran sus almas a los mercenarios del oro y el acero, para las amistades recién forjadas y el amor que con ellas nace. Pero ya nada de eso queda. Todo lo que se encuentra ahora en la cabeza de sus compañeros es el planteamiento de la batalla, las imágenes de las lanzas partidas en el suelo frente a las que se alzan para quitarles la vida, las hojas de las espadas mordisqueadas estrellándose contra el escudo.
Cinco, seis, siete. Las mujeres que ya no volverán a ver a sus maridos y los hijos que no volverán a ver a sus padres lloran en silencio, sin saberlo, dentro de los corazones de los luchadores; rabia uniforme entre la arena, muro que veda el paso del viento.
Se levanta. Aún le duele la pierna, así que utiliza su lanza partida para sujetarse. Se dirige a la entrada de la gruta. No va a permanecer allí tirado por más tiempo, no mientras escucha morir a sus hermanos. Contra el pecho chocan los rayos del sol del atardecer, color arrebol rebosante de muerte a los ojos de los Dioses que lo permiten; que los han olvidado. Otea el horizonte desde su posición, desde allí ve el camino con claridad; aún puede huir. Al otro lado queda la batalla, con aquellos hombres que se retuercen de dolor en sus entrañas al abrigo de las frías armaduras.
La observa con detenimiento. Todos forman parte de aquel incesante latido que se perpetúa en el tiempo: el latido de todos ellos embistiéndose, el latido del corazón de los hombres al pararse. Sí, la batalla es un único latido, y cada uno de ellos es una gota de sangre que se mueve con él, y sus espadas son plumas que, mojadas en ellos mismos, escriben sus historias, sus hazañas y las del mundo.
Ocho, nueve, diez. Deja que le inunde el fragor de la batalla, deja que le envuelva, que entre por sus orificios nasales y le hinche los pulmones; sí, ese era su lugar, y el color del sol ahora es rojo contra su pecho, y la punta de acero de la saeta incrustada en su pierna se ha deshecho en su interior. Ya no hay dolor, sólo un incesante calor dentro de él que le empuja al combate y le impide darse cuenta de la parca que se yergue a su espalda. Las sombras del fondo de la caverna se levantan, forman figuras, pero eso ya no importa. Atrás quedaron los miedos: es hora de regresar.
La parca se le acerca lentamente. Once, doce. Él se despide de su hijo, le pide que sea un hombre fuerte y que sepa honrar a su mujer y a su patria el día de mañana. Trece, catorce. A su esposa le pide que le recuerde, y le dice que la quiere. Son demasiadas las ocasiones en que los mensajeros han llevado tal mensaje a las mujeres de los hombres. Y le pide que cuide de su hijo, que lo asesore como debería hacerlo su padre cuando no regrese. Quince, dieciséis. Y arrostra a la parca. La saluda con una reverencia; no tiene miedo. No hay por qué tenerlo. Se coloca el casco sobre la cabeza, y vuelve a experimentar la sensación de moverse bajo ese campo de visión elíptico. Le da la mano, y el grito rojo del atardecer se vuelve más ensordecedor que nunca. Ya no quedarán más días en los que pueda recibir el favor de los Dioses. Juntos comienzan la marcha de vuelta a la arena, a aceptar el destino caprichoso. Ellos combaten, Ella recoge. Ése es el pacto.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve.

lunes, 23 de mayo de 2011

Preludio


Arena, todo arena y, de frente, el mar. Una vida hecha con castillos de arena y latidos salados, unas manos manchadas de ilusión y unas pupilas que reflejan los ecos de la luz más allá del horizonte. El niño que juega entre torretas saladas y arenas de ilusión se refugia en ellas de la mirada del hombre que lo observa desde la lejanía. Se acerca. Tarde o temprano tenía que hacerlo.

Con sus pies enmocasinados seca la arena mojada de su alrededor y la convierte en asfalto, y los castillos se derrumban con el baile de su corbata dando órdenes al viento que corre despavorido por la playa.
Llega a la altura del muchacho y echa un vistazo a la construcción de aquel barrio de inocencia. Se ríe mientras alisa su corbata con el dedo índice y sin corazón y se saca un puñado de billetes calcinados de su bolsillo.
El pequeño mira hacia arriba aterrorizado por el gris en su mirada. Con voz baja pero decidida le dice:

-Lo lamento, señor. Es usted un auténtico hombre.

El tipo suelta una carcajada mientras el graznido de las gaviotas eriza la piel de arena de la playa.


              Se acercan cambios.
                             Se acerca índice.
                                          Se pierde corazón.


“La vida nos atrapará
sin remedio junto al mar,
aún nos queda tiempo.
¿Crees que les importará
que nos vaya bien o mal,
que estemos vivos o muertos?”

La habitación roja.

sábado, 14 de mayo de 2011

Nube

Nunca creí que fuera verdad. Nunca pude imaginarme que fuera cierto que el aire es capaz de respirar por sí mismo, ni que acelerara su ritmo cuando le hablo de nosotros al oído. Es cierto que siempre he sido demasiado escéptico como para pararme a pensar en la sacralidad del baile de los pétalos o en que el cielo es propenso a lanzar miradas huidizas cuando me doy la vuelta. Pero es que ahora el cielo, como todo, es diferente.
Últimamente no reconozco mis retratos contra el suelo ni mis conversaciones con la pared. Ahora que el mundo se da tanta prisa en todo y se deja olvidados los espacios para vivir en los andenes del metro, yo los recojo y los envío por correo a cualquier destinatario sin esperar ninguna respuesta. Me gusta recostarme sobre mi propio silencio y admirar mis cadenas, ver cómo se recrean en la exactitud de su plena inexistencia.
Es agradable ver la Tierra de noche, del mismo modo del que se ve si cierro los ojos y dejo que la hierba respire por mí sin hacer ruido, recostándose y dormitando al igual que lo hago yo. También lo es ver el mundo desde arriba, donde no alcanzan las malas cosechas ni da frutos el desengaño. Desde aquí arriba puedo respirar bien.


¿Y el amor? ¿No respira el amor, acaso? 

lunes, 2 de mayo de 2011

Granate


No puedo dejar de observarla a través de la ventana.
Vuelve a sonar el despertador. Se levanta y echa un vistazo a la mesilla: nada nuevo, excepto un poco de ceniza entre recuerdos de desagüe. Está cansada, pero su cabeza no deja de dar vueltas alrededor de una pista cubierta en la que se desnudan sus sábanas de algodón color granate.

- Me gustaría que me miraras de vez en cuando, pero no quiero que me martirices, ni que hagas de las estrellas tu entretenimiento preferido.

Echo de menos tu olor a canela cuando añoro disolverme en tus deseos. Me gustaría no fiarme de ti, porque vas a mentirme. Porque vamos a mentirnos. Quiero que sepas que pienso agarrar la primera oferta de expulsión de tus noches y de mi adicción. Pero sé que vendrás conmigo en cada mirada perdida al asiento del fondo del vagón.
Envidio profundamente a todos aquellos pasajeros que atraviesan tus necesidades cada noche sin pasaporte ni destino. Me gusta estrujar entre mis manos una flor con espinas y que me absorbas con tu ansia coja y preciada. Es agradable quedarse en tu levante sabiendo que hay más a los que regalas billetes al invierno y les finges el verano.

Haces de nosotros tus cómplices, nos vendes la moto, nos pinchas la fe.

Me gustaría que desatornillaras mis silencios a caballo y colgaras en una cuerda mis palabras para que se secaran junto a la esperanza que desgastaste hace ya algún tiempo. Aunque es cierto que se está bastante a gusto en el silencio, arropado entre esta incertidumbre del qué será de ese nosotros que no es nada.
Mientras tanto, ábreme el pecho con un puñado de mordiscos llenos de promesas con sarro. Me da igual. Pienso ser el compañero perfecto para tus mentiras. Fingiré que no sé que ellos saben que soy uno más y quemaré mi ropa con tu piel todas las noches en que me concedas el honor de ese baile.

-Yo seré tu estrella, tu mirada. Tu entretenimiento.