viernes, 11 de enero de 2013

Lorca

Conocí a una chica que lanzaba aviones de papel. Hace mucho tiempo, durante mi paso por una de esas ciudades estación que enhebrar con mi vida –supongo que las mejores historias viven siempre en la memoria del demasiado lejos. Ella los hacía cuidadosamente, les cosía las dobleces y zurcía su afilada vanguardia para hendir el aire y su remisa resistencia; la pasividad del día a día. Escribía en sus vientres, los preñaba de dulzura y mensajes destinados a abonar el ninguna parte de los corazones solitarios que se pararan a recogerlos. Cortaba la calle con su pelo, y rodaban sus palabras hechas una madeja de ilusión por todos los rincones que abría cada aterrizaje forzoso.

Se llamaba Lorca –la casualidad siempre es la mejor excusa-, y escogió –o tal vez fui yo- rescatarme a mí de entre tantos otros quizá por ese mismo motivo. El poder del  de repente sucedió y los caprichos del pasaba por allí.

El caso es que, como todo lo que merece la pena de ser contado, este relato también tiene su herida. La suya. La mía. La que pregonaban con su presencia pasajera y su susurro al deslizarse aquellos pequeños aviones que parecían no tener prisa. Lorca nunca sabía adónde los lanzaba –al menos eso decía ella-, de lo que estaba segura es de que llegarían a alguna parte.

A veces dudaba. Dudaba antes de escribir dentro de ellos, dudaba antes de lanzarlos. Recuerdo que sonreía al acompañar su balanceo por el aire con los brazos; nunca dejó de sonreír. Es importante que aún lo siga haciendo.

Por aquel entonces nadie sospechaba que fuera ella la responsable de aquel desfile al atardecer. No sé si a día de hoy lo habrán descubierto. Pasábamos las tardes enteras hablando en la azotea de uno de los edificios adyacentes al Palacio de la Ópera, en la plaza. Hablábamos desde que el cielo explotaba en un montón de promesas de adolescencia color arrebol hasta que la severidad de un cielo oscuro y lleno de estrellas nos mandaba callar. Entonces dejábamos de hablar.

El discurrir de todas las tardes giraba en torno a la misma tendencia narrativa; éramos nosotros, estábamos allí. A decir verdad esto es algo injusto. Realmente era yo quien estaba allí –cómo no, por casualidad- y sólo ella quien era y no dejaría de ser. Y seguía lanzando aviones. Los doblaba, les cosía el futuro en las alas y un mensaje en su interior. Yo le preguntaba que cómo sabía que acertaría con qué escribir, como si realmente tuviera que saberlo. Ella sonreía –siempre sonreía- y susurraba para que yo pudiera escucharla: je n’en sais pas. Pero yo sabía que lo hacía. Yo sabía que acertaba, que sabía exactamente qué contar y qué no. Yo sabía que escuchaba a las hojas de papel que tenía entre las manos, y que ellas le pedían lo que querían que escribiera en su carga.

Recorrían la ciudad desde las alturas observando todas aquellas cabezas peinadas, sombreros, boinas, calvas, tupés y demás desvaríos estilísticos que hacían vida sobre un suelo adoquinado que quedaba demasiado lejos. Antes de conocer a Lorca yo era de los que miraban desde abajo. Los observaba, y con ellos me marchaba yo también; les prestaba el color castaño de todo lo que tengo para que se lo llevaran adondequiera que se dirigiesen. Viéndolos, la vida sólo tenía un motivo: un plan de vuelo. Y como por accidente la encontré a ella también. Fue al salir de una librería pequeña y antigua en el casco viejo. De repente –como siempre- tomé una calle que nunca antes había tomado; me equivoqué. Vi cómo una mujer mayor se agachaba a coger uno de esos aviones del suelo –no podía creer que uno de ellos hubiera tocado tierra. Parecía increíble, como si realmente creyera que alcanzarían algún día el horizonte. Lo desplegó y leyó lo que había escrito en él. No sé qué sería, Lorca nunca me dijo lo que escribía antes de hacerlos despegar, y yo sólo la ayudaba a doblarlos. La señora comenzó a llorar. No un llanto fuerte ni acompañado del ruido de la rabia desgarrando una garganta; no. Fue un llanto quedo, como controlado, tembloroso, templado. Pero poderoso. Cada lágrima que resbalaba por las mejillas tenía tantísima alma, que durante su caída el sol no se atrevía a reflejar su luz sobre ella. No se escuchó nada más, tan sólo un tímido hilo de voz rompió la atención de mi mirada y derrumbó algo en mí que no alcanzo a averiguar: merci.

Entonces la vi. Una escalera –o la vana pretensión de seguir siéndolo a pesar del óxido y los años- escalaba la pared trasera de un antiguo bloque de edificios que luchaba por no caerse ante la tremenda expectación de los viandantes. De su terrado vi nacer el vuelo de uno de aquellos lacrimógenos papeles; nació del balanceo de una mano blanca, casi transparente. Todavía no estoy muy seguro de por qué lo hice, pero subí por la vieja escalera. Allí fue donde la encontré. Lo demás vino porque tenía que venir. Ella me rescató de los paseos sordos de cada mañana, de las dudas del sol a través del cristal, del no importa, ya lo haré; me salvó del aún queda mucho –nunca quedó tanto-, y terminó con el ruido de todo lo demás para llegar con el suyo. Un ruido tibio y de color verde que impuso la calma. Y llegó el silencio.

Así empezó todo, y así siguió. A expensas de lo que el calor de agosto y la vista desde la altura nos permitía averiguar de lo que habría más allá. Recuerdo que le pregunté por lo que leería, tratándose de mí, si yo encontrara uno de esos aviones que ocasionalmente se dejaban caer. Ella volvió a reírse –algo más fuerte que otras veces-, y contestó que yo ya tenía un avión, que ya había aterrizado. Sólo tenía que encontrarlo. Lo busqué, lo busqué hasta la saciedad sin dar con él.

Pasaron los días, y el calendario se fue haciendo viejo. Llegó el momento de marcharse –como en todas las historias que merece la pena contarse-, y lo hizo como las reglas dicen que ha de ser: con una promesa que se desvanecerá con la levedad del vapor del tren y la lentitud de la estación menguando en la lejanía.

Ya ha pasado mucho tiempo, y aún hoy miro hacia arriba –a pesar de estar ya en otro lugar- por si veo caer un avión de papel a mis pies; el mío. Nunca lo encontré. Tampoco he vuelto a encontrar aquel callejón escondido entre las miradas distraídas que, junto con mi memoria, son atronadores voces de un despertador que se esconde en lo más hondo de aquella ciudad.  Y recuerdo estar ahí, en medio de la Place de la Comédie, fascinado por el suave rugir de sus pequeños secretos acunados por el viento. Sobre mi cabeza, el cielo. Bajo mis zapatos, Montpellier. Supongo que las mejores historias viven siempre en la memoria del demasiado lejos, y todo gracias a Lorca. Por aquel entonces nadie sospechaba que fuera ella la responsable de tal desfile al atardecer. No sé si a día de hoy lo habrán descubierto; no volví a verla. De lo que sí me acuerdo es que sonreía, siempre sonreía. Esperemos que aún lo siga haciendo.


Many years have passed
Since those summer days.
Fields of gold - Sting

No hay comentarios:

Publicar un comentario