miércoles, 14 de noviembre de 2012

La cuenta, por favor


Cuidado con la muñeca, no subas el hombro, relaja el brazo, atento a la afinación. Es algo que nace; instintivo, automático. El movimiento del arco y el reposo de la mano sobre el mástil. Todo se mece por una vibración tan íntima, tan llena de tibieza, que casi se ausenta. Mientras, en el otro lado del mundo, el pulgar se mantiene fijo para que la mano izquierda sigua bailando tan grácil como firme sobre el mástil. La concentración es fundamental, pero hay que conseguir no tener que pensar; debes convertirlo en una parte de ti sin que escueza, sin que pese. Siempre concentrado, eso sí. El problema es que, aunque quiera evitarlo, siempre obvio el signo final de repetición.
A veces hay personas que nos adivinan el invierno. No siempre, por supuesto; pero sí a veces. Dar mi nombre no supondría sino dar pie a una errónea presunción de inocencia, conque me saltaré este trámite que, de cordial, es nauseabundo.
Lo bueno del otoño es su pacto de profundidad y las lluvias que no ceden ante un circo de súplicas inagotables. Ahora es la lluvia la única que me trae tu cuerpo, y yo me contento con tomar falsa parte en el recuerdo de esa tibia marea que se refugia en tu vientre encogido. Pienso en los licores que saben a tu nombre y tiemblo por el fin de existencias, bebo café y lo escupo por si oscurece el suelo y apareces de repente, y arrojo puñados de sal contra las paredes para que seque los planes con los que las revestimos. Pero no dura mucho. Alguien golpea mi espalda pidiendo paso; es el turno del siguiente número. El mío era el siete, y ya se sabe que los números primos no tenemos exceso de divisores. Sólo nosotros. Y sólo el uno.
Sin quererlo, vuelvo a distraerme y a desafinar. Pierdo fuerza con el brazo, dejo de hacer presión y mi chirrido tensa la paciencia del mundo. Aflojo la muñeca y el arco se balancea de un lado al otro sin ningún control. Yo ya no estoy. A veces dejo de estar. A veces demasiado a menudo.
Suelo engañarme. Me prometo que la próxima vez leeré a tiempo el final del compás y haré caso al signo de repetición; es al llegar a él  cuando descubro que me miento.  Mantener esa pretensión en un falso sostenido que se anula con mis defectos me duele y divierte por igual, aunque, para entonces, ya me he marchado; eso siempre pasa.
Y no es cuestión de justificarse. Tú, que no dejas de crecer y superarte(me), no tenías cabida en un modelo de vida como el mío; tránsito interminable entre estaciones secas que no terminan de enterrarme. A lo lejos, entre la niebla, alguien descuelga el cartel de permiso para respirar. El resto tiembla porque sabe que se acerca su momento. Lanzo una ojeada rápida al panel de llegadas y salidas y compruebo que se me vuelve a terminar el saldo. Todos los carteles tiemblan; todos menos uno. Todos menos el que siempre resiste. Todos menos el que siempre me derrota.
Hay sueños que son demasiado pesados y hacen daño al despertar. Algo parecido nos sucedió a nosotros –sin culpables, por supuesto; tan sólo damnificados. Podemos achacarlo a que las ciudades se han quedado roncas de tanto llamarnos, y que sin voz tampoco hay motivos suficientes. Podemos golpear los espejos, reírnos de los males menores y el exceso de puerilidad que ahora nos toca pagar –al contado, como no podía ser de otra manera- y sostener, en un puño cerrado y bien alto, que lo intentamos, que embestimos, que golpeamos hasta caer rendidos ante un futuro caduco y una firma sobre papel cenizo. Podemos hacerlo, y despertar cada mañana blandiendo como estandarte el convencimiento y la emoción que falsamente adulteramos con pequeñas dosis de serenidad hasta que se hizo insoportable. Podemos hacerlo, y agradecer como maná este tiempo en que nos libramos de ser  en conserva. Podemos hacerlo, pero eso es algo que nace; instintivo, automático. Leve como la onda que empuja la espuma recogida en las fibras del arco y se expande tímida sobre tu espalda ahora ausente. Como aquella otra tibia y profunda, rebosante de cuerpo.
Por aquí abajo hay quien pregunta por ti, qué tal te va y ese tipo de cosas. No contestes, ya lo hago yo. A veces les digo que bien, otras invento que tuviste un día algo plomizo –por eso de la credibilidad, ya sabes. Mandan recuerdos. Aún creen que te dejarás caer algún día a saludar. Les digo que se entretengan mientras esperan, entonces finjo sorprenderme con algo de lo que ocupa su tiempo, les animo un poco, les digo que sigan así, que lo hacen genial. Cambio de tema para que se distraigan mientras en la segunda planta calcinan nuestros restos dentro de un paréntesis mal cerrado. En la puerta, reza: Nos quema el invierno. Alguien se ríe mientras lo duda. Yo río mientras me dudo. Y es que nos lo advirtieron mil veces; que el para siempre sería el mayor reproche que se nos podría echar a la cara, y que la inmortalidad es sólo un juego en el que hay que hacer perder para poder ganar. Por eso sólo puede quedar uno.
Cuidado con la muñeca, no subas el hombro, relaja el brazo... tan sólo una letanía que me rescata a veces, cuando la tristeza se vuelve ese absurdo medio de transporte que me conduce inevitablemente a ti. Es entonces cuando lo recuerdo, es entonces cuando empiezo a prepararme. Ahora me olvido de algo distinto. Por mucho que me prepare, esta vez no hay signo de repetición.
Puede que sea hora de borrar sueño al final de la línea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario