viernes, 21 de enero de 2011

"Próxima estación: esperanza"


Hay que volver a empezar.
Ha vuelto a salir mal. La misma mala traza que hacía un pequeño parpadeo había hecho torcida volvía a saludarle desde el folio, y le decía “Hola de nuevo, amigo ¿Cómo estás? ¿Sigues enfadado conmigo? Yo sólo soy lo que tú haces que sea, no te mosquees”. Después, le guiñaba un ojo. En respuesta, cogía la goma y golpeaba con rabia su garabato.
Nada que pudiera hacer. Era un mal día, sólo eso. El viento se revolvía y quemaba el tronco de los árboles de la avenida, embestía el cristal de los escaparates llenos de una gran cantidad de silencio y untaba los zapatos del tormento con betún. Con sus manos envolvía el tronco de los insurrectos contra su poder y los zarandeaba; les hacía bailar bajo presión y deshojaba sus ramas, las desgarraba, se ensañaba con ellas mientras se reía, porque, sí, se reía; se reía y mucho, además. Casi se podían ver aquellas hileras de dientes en su boca, su descomunal sonrisa que hendía sin ninguna clase de oposición entre las nubes, su lengua serpenteando en medio de un concierto de colisiones y enfrentamientos de egos heridos. Casi podía percibir el hedor que despedía su garganta, aquel estado gaseoso de la putrefacción que arrebataba la vida a lo que tocaba y, sólo después de haber borrado todo rastro de ella, únicamente tras deshacerse de todo posible problema futuro, retornaba a su caverna para no dejarse notar hasta que volviera a darse el momento oportuno. Y su mirada. Aquella tarde, la del viento acentuaba la violencia de la vida con un goteo de pulsaciones que reverberan y se propagan por las paredes mientras, él, seguía riéndose.
La calle no tenía vida. Era víctima de la contemplación de millones de ojos muertos; estaba llena de presencias vacías, de gritos ahogados, del polvo de la vejez, de olas que arrastran guijarros de nada a sus playas de baldosas rotas. Era una persecución continua entre quien no quiere encontrarse y quien sabe que nunca lo hará, un eco que se niega a apagarse. De vez en cuando, pasaba por allí la sombra de algún pequeño jugando la tarde anterior en el parque.Pero no duraba demasiado. Enseguida venía un soplo de melancolía y se lo llevaba arrastrando, dibujando el rastro de las uñas que intentan asirse al suelo que le sostiene. Pero daba lo mismo. Daba igual porque nadie iba a ayudar a aquella sombra; nadie podía verlo. Sólo podía admitir que seguiría siendo siempre un recuerdo que se niega a caer en el pozo, que lucha por sobrevivir y avanzar, seguir apareciendo en todos los capítulos de la vida bajo un papel de personaje secundario, plano; sin relevancia. Él sólo había pasado por allí una vez, hacía ya algún tiempo.
El aire era de cristal, y colapsaba sus poros con semillas que centellean con la luz del sol a la muerte del día. El cristal de la ventana estaba empañado, y su respiración perfilaba los márgenes de un cuerpo casi transparente que tinta de hielo el mundo de allá fuera. Detrás de aquella lente estaba la caída libre que había desde su habitación, aquel abismo en el que los ojos juegan a jugarse la vida cuando disparan sus pupilas contra el suelo y estrujan los ladrillos del edificio de enfrente por el camino.
Dentro de su celda, diferentes escenas comparten el mismo aire que él. Miradores en los que se puede ver la felicidad, esfuerzo transformado en un guiño plateado que se posa con fuerza en los brazos de los triunfadores y que reclama el respeto que le deben quienes se atreven a contemplarla. Miradores en los que los rostros desgarradores de aullidos del corazón claman al cielo, y cuyos enemigos arrojan insultos a la piedad al mismo tiempo que rebanan sus derechos con la plática del acero y lloran por la condena de sus actos. Las paredes le acusan con pequeñas protuberancias que le señalan sin piedad, que le amenazan con el silencio, que dibujan una vista panorámica donde perder su mirada entre cordilleras desperdigadas por la faz de ninguna parte; porque esa era la realidad: él ya no estaba en ninguna parte. En ninguna, quizá, en la que él quisiera estar.
Prueba a contarle un secreto a los rincones, y ellos continúan distribuyéndolo al resto del cuarto. Les habla de la vida, de los remordimientos, del vacío, de la falta de efervescencia en aquella tarde nublada, del miedo ante las confesiones absurdas, del crujido lacónico de la punta del lápiz al romperse, del silbido del viento entre los agujeros de sus pendientes. Se mira la palma de las manos y frota la una contra la otra. Ve salir de ellas el humo de la fricción y después vuelve a mirar su dibujo; tan perfectamente incompleto como lo había estado siempre, casi sin fuerzas para comenzar a esbozar de nuevo.
Y en medio de aquel dulce gris, luce el mundo. Alguien enciende un foco de color naranja que explota contra los inventos que tiene alrededor –porque no dejan de ser sólo eso; inventos. Deja el rastro de brochazos color melancolía en el lomo de la historia que vive, le guiña un ojo detrás de la esquina del bar del final de la calle y le dice: “Dale un buen mordisco a tu mundo; quédate con él”.
Animado, vuelve a mirar el folio en blanco. No sabe bien por qué, pero ahora es él quien sonríe. El viento no ha dejado de arrasar con todo ni un solo momento, pero él ya estaba harto de los sucedáneos de vida.
Hay que volver a empezar.

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